Seis balas en el tambor
(Mención en Premios FUNGLODE 2008).
“Ella usó mi cabeza como un revólver”
Sodastereo
Seis balas en el tambor. Un puño frágil apretando más de lo debido. Venas brotadas en el antebrazo. El rostro pálido, con la mueca del temor tendida en el ceño, tiñendo la mirada amenazante. Las manos le temblaban. Los labios acompañaban las manos, vibraban con la misma gravidez, contagiados de una nerviosa flexión. Ella, esa mezcla de rímel negro, sal de lágrima, coca y nervios, se plantaba aquella tarde moribunda. Levantó el revolver queriendo evitar el tembleque. Tensando las mandíbulas con la mordida, a punto de romperse las muelas. Empujó de pronto una retahíla de palabras, supieron a veneno al propio paladar. Entonces, sin darse tiempo a sí misma para pensar soltó los seis fuetazos con simultaneidad asombrosa.
Las lágrimas salían de la comisura de los parpados para recorrer la montaña rusa de sus mejillas y caer sincrónicas buscando el centro. Su rostro mantuvo el rictus. La precisión de los disparos cegó en poco tiempo la vida de Joaquín mientras la noche ya buscaba espacio sobre el lago, mojándolo con su blanco lunar.
***
Aquel fue el primer día de su nueva vida desgraciada. La noche se tendía sobre el lago, igual que hoy. No había luna ni estrellas. Nadie pudo ver aquel espectáculo. Discutieron y la escalera fue cómplice y testigo de aquel crimen. Joaquín la tomó por las greñas alegando que aquel engendro no era fruto de su cariño. Él quería una hembra. La sonografía recién declaraba que su nombre sería Joaquín, como su padre. Como aquel esposo amoroso que hasta entonces había compartido una luna de miel de dos años. El decidió poner fin al embarazo en un gesto diabólico que nadie nunca logró comprender.
Ella manchaba el piso de aquella casa logrando caminar unos metros por el muelle antes de tenderse desmayada. Joaquincito había muerto antes de nacer. Aquella negra noche él firmó, con la sangre de su vástago nonato, su propia sentencia de muerte.
***
El día había sido largo. Le embargaba desde temprano una sensación extrañísima, aumentada, ahora, por la inminencia resolutoria de los hechos. La tarde completa fue un calvario de pensares y pesares, dándose fuerzas. Aquel hecho no era un caso fortuito, era el resultado de cuarenta y ocho horas de planeación y espera alevosa; acompañaban todo un año de congoja. Ella pactaba con su miedo y con el lentísimo discurrir de las horas.
Había arreglado todo para vengar la muerte de su hijo. “Ay, mi Joaquincito”. Había destrozado su existencia los doce meses que siguieron la perdida. Ahogada entre abogados, tribunales, viajes para cambiar de ambiente, lecturas y visitas al psiquiatra, no pudo más. Se dio por vencida. Se entregó entonces al placer mundano que producen las rayas de polvo. A juntar con barridas de arrastre y golpes secos. A inhalar. La coca no le devolvería a su hijo, pero si contenía la fuerza embriagadora que requería para olvidar, al menos durante el pase, la razón de su penar.
Impuesta era aquella nueva rutina de drogas y tormentos. Impuesta, también, la vida que llevaba hacia adelante. Ella ya no se pertenecía a sí misma; la locura había tomado su cuerpo y su alma, su vida, y la había trocado dejando al olvido las mañanas ejecutivas en el Banco Santander. Estaba hecha añicos, estacionada en un eterno trance.
***
Aquel atardecer se resolvió; y nada ni nadie detendría su determinación. Se vistió y maquilló con precisión relegada hasta entonces. Cedió algunos ápices a la banal conjetura y preparó su plan.
Había quedado con Joaquín para las siete y media. Pero la coartada incluía agarrarlo en la casa del lago, antes de salir. Luego esperaría en el lugar acordado como si no supiera de su paradero. Sería la excusa perfecta para cualquier implicación. “Estuve sentada esperándolo desde las siete en el Café. Me dejó plantada”, diría.
Se desmontó del Mercedes blanco a las seis de la tarde. Hervía en el ambiente un aire húmedo, que apastaba las carnes. Miró hacia el lago antes de adentrarse en el pasaje hacia la casa. Allí lanzaría el cuerpo del delito. El muelle se tendía desde el parqueo, cediendo unos cuantos metros de estructura a la masa liquida. Donde terminaban los tablones de madera se avistaba la silueta de un pescador. Temiendo ser avizorada, ella esperó que se hiciera a la barca. El hombre recogió sus cordeles y se asió a la calma de aquel brazo de mar.
Ella continuó su camino hasta la casa y, al llegar, probó por la entrada trasera. Con cuidadoso sigilo golpeó la ventanilla para ubicar el cerrojo y lo abrió. Se cubrió la mano con un pañuelo para no dejar su huella. El crack convocó a Joaquín que se dispuso a bajar la escalera. Se encontraron en la cocina. Tomó el revolver con pulso convulso.
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Seis balas en el tambor. Un puño frágil apretando más de lo debido(…)
Por Josecarlos Nazario.