Ensayo sobre la ceguera fue sorbido, saboreado, en segundo de bachillerato, en una butaca prestada para restar visibilidad a los profesores. Entre perorata y perorata bebí cada gota de la humanidad desbordante de esa prosa pastosa, difícil y trágica. Con esa lectura comenzó una amistad que se extiende hasta El viaje del elefante. Antes del Ensayo, había desistido de la lectura del Evangelio según Jesucristo, narración hiperrealista que le costó (qué suerte) la excomunión y que retomé años después.

José Saramago se fue haciendo una muleta entre clásicos y modernos. Así pasé de Gorki a Bosch, de Hemingway a Onetti, siempre con escala en Saramago. Un escritor que se convirtió en un contaminante para mi estilo y que por fin logré desterrar (espero que para siempre) de mi prosa, el año pasado. Pero más allá del estilo y de sus frases largas, del uso indiscriminado y libérrimo de los signos de puntuación, queda su viaje. Su empecinamiento por buscar en los rincones recónditos de la ficción y la realidad el último vestigio de la naturaleza humana.

Su blog, sus novelas, sus relatos y dos o tres de sus poemas, a pesar de su prosa, son parte importante de mi crecimiento como escritor.

Por qué negarlo: me entristece su partida. Pero me consuela que haya podido emprender el último viaje. Quizás descubra, en esa partida final, algo más sobre la eterna soledad del ser humano.